Inclinándose, escribía...


En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
«Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
(Jn 8, 1-11)

El dedo acusador se impone muchas veces en nombre de Dios. Parece que los letrados y fariseos buscan el respaldo macabro de un dios legalista que se deja manipular por las patrañas de los más listos. El respeto aparente a la Ley desenmascara la falsedad de los más corruptos. No es la primera vez que se acercan a Jesús para ponerlo a prueba, para someterle a un examen perverso y para intentar hacerle caer en su juego. Ese Jesús que en otras ocasiones manifiesta su enfado con los "intachables" del lugar, hoy nos da una magistral lección. ¡Y nunca mejor dicho, ese a quien, casi de modo burlesco, llaman "Maestro"!

Jesús ha sido ultrajado y desautorizado públicamente una vez más, y hoy junto a una mujer vulnerada en su dignidad. El argumento lógico del ambiente judío exacerba la inmutabilidad de la Torâh (La Ley) y de su necesaria e íntegra aplicación. Ante esto, Jesús reafirma otro camino, el cual va necesariamente contra toda lógica legalista que no trasgrede el papel pero sí a la persona. Jesús, el Maestro en humanidad, se lanza silenciosamente al camino de la Misericordia, camino ineludible porque es el que le identifica, porque en Él se personifica. 

Una misericordia que, lejos de ser impersonal y abstracta, actúa desde la realidad singular, salvando vidas, regenerando historias, restaurando daños y sanando heridas. Esa misericordia que actúa desde la Verdad más honda y fiel, se inclina en silencio y se pone a escribir. No sabemos lo que escribe, pero sabemos que en sus nuevos trazos se entreteje una nueva historia de amor. A Jesús nada ni nadie lo saca de su centro, y esta lección vital es realmente sorprendente y maravillosa. Ante tal instigación, mantiene la compostura y el dominio de sí, y esto en Él es una auténtica proeza, una acción sobrenatural, divina. Es el mismo silencio elocuente y tenaz que mantendrá luego, ya de manera más categórica y firme, ante la pregunta atormentada y maligna de Pilato: "y, ¿qué es la verdad?" La Verdad la tenía frente a sí, y mantuvo silencio. 

A veces esta elocuencia del silencio es el espacio sanador que necesitamos exponer delante del trasgresor. Las respuestas más sabias bullen desde un silencio pacífico y a la vez tenso, que es preludio doloroso de algo bueno que estará por nacer con esperanza de transformación, aunque las palabras que le sigan acaben suscitando estupor. Serán palabras gestadas desde tiempos y espacios respetados, serán palabras, por tanto, cargadas de la sabiduría de quien ha sabido rumiar el significado del estar presente, del acompañar la humillación y del mostrar la compasión más entrañable. Sólo las palabras que nacen de este silencio sosegado son capaces de derrumbar los muros, los fantasmas y las etiquetas. Y Jesús cultiva, como nadie, la pedagogía de la paciencia: se sienta, se inclina, escribe... Pero luego se alza y con la potencia de su voz y su mirada firme, pronuncia su Palabra que devuelve la dignidad y pone a cada cual en su sitio. Ante Él, no queda más que alejarse poco a poco, aquellos que hasta entonces gozaron del mayor respeto. 

Ya solos, Jesús hace eco del Dios del Génesis (Gen 4,9): "¿Dónde está tu hermano?", preguntando a la mujer: "¿Dónde están los que te acusan?", como un bálsamo que sana y libera. Es una pregunta que devuelve la esperanza en el verdadero amor, que resucita y salva. Pregunta que hoy es imprescindible ser escuchada constantemente para reanudar las propias fuerzas cuando la vida se considera ya perdida. 

Y, al final de este encuentro, el "Yo tampoco te condeno", un grito compasivo y tierno que saca a la mujer de los escombros y la reconstruye; grito que el Señor sigue pronunciando por doquier a quien se dispone al perdón, con el corazón sincero y el anhelo profundo de una nueva oportunidad. Cuando en ocasiones estamos a segundos de ser "apedreados" por los juicios inmisericordes, -de fuera o de dentro-, surge desde el silencio aquella misma voz de consuelo que te levanta: "Yo tampoco te condeno". Aférrate a ese Dios que, con su Espíritu Defensor, quiere que vivas a plenitud aquello a lo que has sido soñado desde siempre. 

Te regalo mi canto, que en él revivas aquella escena de la mujer que hoy puede ser también tu historia: Yo tampoco te condeno

Dios te bendiga. 

P. Samuel. 




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