La victoria es de los humildes
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
El publicano, en cambio, es un desastre, un corrupto de cuidado, esclavizado por la fuerza imperial. Sin embargo, su oración tiene como interlocutor y término a Dios, y se le nota incluso en sus gestos externos, según lo describe Jesús. En su actitud de humildad y arrepentimiento se esconde un corazón pecador que se reconoce a sí mismo delante de su Dios, delante de alguien que es más que él. Su oración es de súplica. Jesús no alaba en la parábola una vida desastrosa, alaba -esto sí- la transparencia y la humildad de quien se sabe pecador y criatura. Ambos oran, sin duda, pero cada uno desde una lógica radicalmente distinta. ¿Cómo suele ser mi oración? ¿Es un "monólogo" autocomplaciente o un diálogo humilde con quien sabemos es nuestro Señor?
Los cristianos de hoy y de siempre estamos llamados a situarnos ante Dios con sinceridad de corazón, dejarnos iluminar sin nada qué esconder. Por eso la fe se traduce en confianza plena a un Alguien (sí, nuestra fe supone fundamentalmente una relación amorosa con un Dios Personal), que es capaz de llegar donde nosotros no sabemos ni podemos, de transformar nuestro corazón, no a fuerza de esfuerzos y voluntarismos rigurosos, sino de dejarnos moldear por su Amor firme y tierno. ¡Y esto también es exigente!
Seguimos empeñados en pensar que el Amor de Dios está condicionado por nuestros comportamientos, y que nuestra voluntad es la que "conquistará" el corazón de Dios. Y resulta que es justamente lo contrario: el Señor siempre y en todo nos precede (¡Es Dios!), y no nos ama porque seamos buenos, sino que nos ama como somos, ama lo que somos. Sólo pide que nos dejemos iluminar quitando de nosotros tanta coraza autodestructiva y nos presentemos ante Él así, con nuestro pecado y límite, con nuestra fragilidad e imperfecciones, aquellas que Él quiere transformar en bendición. Por eso la conversión nos exige dejar nuestros propios "tronos" y endiosamientos, y presentarnos con verdad. Santa Teresa de Jesús solía decir que "humildad es verdad", y así logró vivir, incluso entre tantísimas dificultades.
Que hoy podamos hacer revisión sincera de nuestros modos de relacionarnos con el Señor, y destronemos aquellos dioses que aún llevamos dentro.
Feliz domingo.
P. Samuel
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