Jesús, el Cordero de Dios


En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo:
«He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
“Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”.
Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».


Jn 1, 29-34.

Hace unos días culminaba el tiempo de Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor. Celebrábamos el Misterio de la Encarnación en aquel que nació una madrugada en Belén, en un pesebre pobre y humilde; celebrábamos al que fue anunciado a los pastores y a los magos de Oriente. Hoy, el Evangelio nos lleva de nuevo al río Jordán, donde años después Juan el Bautista bautizaba con agua, y bautizó también a Jesús a quien reconoce como el "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).

En cada Eucaristía celebrada repetimos esta increíble frase: "Cordero de Dios... ten piedad... danos la paz". Habituados ya a decirla como frase litúrgica de asamblea, no solemos detenernos en la profundidad y hondura de estas palabras tan maravillosas; palabras que seguramente no comprenderían los allegados a Juan, pues evocan al Cordero sacrificado del éxodo del antiguo Israel al salir de Egipto. Juan en sus palabras hace profesión de fe, y lo dice de primera mano, como testigo principal de este Misterio insondable. ¡Y no olvidemos que, como iglesia, también nosotros lo proclamamos! 

Muy bien nos lo recuerda el Papa Francisco cuando dice: "La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan el Bautista, mostrar a Jesús a la gente diciendo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». ¡Él es el único Salvador! Él es el Señor, humilde en medio de los pecadores, pero es Él. Él, no hay ningún otro, poderoso, que viene. No, es Él. ¡Ay de la Iglesia cuando se anuncia a sí misma! Pierde la brújula, no sabe dónde va. La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo" (Ángelus del 15 de enero de 2017)

Juan, mirando a Jesús, y mirando a la gente que se acercaba en actitud de penitencia, siente dentro de sí la fuerza del Espíritu que le impulsa a dar testimonio de que aquel hombre entre los hombres, uno entre tantos, humilde entre los humildes de la tierra, es Jesús, el que viene a salvarnos, quien nos devuelve la esperanza. Bajo la figura frágil y débil de un animal indefenso, la presencia de un Dios bueno, cercano, amoroso y manso se hace patente en Jesús. Pequeño y frágil como un cordero, cargó sobre sí toda nuestra fragilidad y miseria, para perdonar, traer la paz del corazón y devolvernos la alegría de vivir. ¡Y Juan lo cree! ¿Y nosotros? 

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