¿¡Perder para ganar!?


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: 

«El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. 

El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.

El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».

Mt 10, 37-42.

Zygmunt Bauman (+), sociólogo y escritor judío, dedicó gran parte de sus estudios y escritos a la "generación líquida": aquellos que hemos nacido desde el principio de los años 80 hasta hoy. Una sociedad marcada por la alta sensibilidad e intensidad emocional; educados bajo parámetros permisivos; habituados a recibir más que a dar; exigentes en nuestras demandas y movidos desde las recompensas inmediatas; altamente competitivos y poco tolerantes a las frustraciones. ¡Vamos, que  somos unos pésimos perdedores! 

El miedo a perder es parte de nuestras permanentes sensaciones, y de la sana gestión de éste depende gran parte de nuestra capacidad de arriesgar y de tomar decisiones, incluida la decisión de aprender a amar al modo de Jesús. Es ahí cuando comprendemos que, en efecto, lo contrario al amor no es el odio sino el miedo, el que nos aleja de la práctica decidida de amar. Solamente desde esta consideración es que podemos comprender la aparente anteposición en que se pone Jesús respecto de nuestros amores humanos más primarios e identitarios: padres, madres, hijos, tierra. Admitir la propia inseguridad vital es paradójicamente la clave para vivir anclados en la Roca. Por lo tanto, soltar, confiarse, arriesgar... es un movimiento hacia fuera imprescindible para amar al modo de Jesús, quien no se guarda nunca nada para sí. Y, si bien es cierto que saltar al vacío de nuestras propias inseguridades nos genera un gran vértigo, igual de cierto es que la promesa nos espera. 

Con sus palabras, Jesús no amenaza sino que promete; habla de recompensa, aunque no de inmediatez. El amor es proceso que se alimenta día a día, y asume los propios vacíos del alma con realismo. Es ahí cuando aprendemos a amar al otro como otro, sin necesitarlo para llenar nuestras soledades. Amar no es procurar llenar los vacíos, tal y como acostumbramos con las cosas; amar como Jesús es darse sin medida ni condición, desde la sencillez del vaso de agua hasta la muerte en Cruz. ¡Pero siempre darse! Sin olvidarnos de la propia vulnerabilidad que nos deja el vacío y la limitación, lo pequeño que somos. Por eso Jesús habla al corazón de los apóstoles (enviados a amar) para que no se olviden jamás de su ser discípulos (continuos aprendices en el amor). Quien crea que ya ha alcanzado el Amor debe comprender que el movimiento es, justamente, el contrario, dejarse alcanzar por Él. Solamente así la Cruz deja de ser tortura y amargura para convertirse en árbol de vida radiante y frondoso. 

Dar nos vacía, y el vaciamiento interior es condición para ser henchidos del Amor de los amores, que redimensiona y potencia cualquier amor humano y lo concreta y da identidad. La recompensa, nos lo dice Jesús, no faltará, pero no a nuestra medida y control, ni al tiempo que nosotros marquemos como el conveniente. A Dios el razonamiento inmediatista, del "fast food", de lo instantáneo no le va, es contrario al amor verdadero, que lleva sus tiempos, su dinamismo, sus dolores y cruces. 

Que hoy podamos ir comprendiendo la lógica del amor de Dios, su invitación a ponerlo en el centro de nuestra vida, para seguirlo con alegría y aprender a amar con autenticidad, como Él nos lo revela. 

Feliz domingo, familia. 

P. Samuel 


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