¡Admite tu debilidad! ¡Suelta las amarras! ¡Confía!

Me gusta el mar. De niño odiaba un poco la mezcla desagradable de sal y arena, huntadas con un sol inclemente y el rebosado que se producía con el protector solar. ¡Un horror! Pero reconozco que hoy, ya grande, me resulta mágico, fascinante, misterioso. ¡Como la vida misma!

Es cierto que, por su inmensidad y misterio, atrae y seduce, pero también infunde respeto. Cuando se agita por el viento o en dias de luna llena, produce un poco de miedo y sensación de pequeñez. ¡Así es el mar! 

Y, en él, nuestra vida como una barca sacudida por las fuertes olas, balanceada por los vaivenes de historias, de sucesos, de afectos, de dramas y alegrías, es sin duda el único "lugar" donde es posible vivir a plenitud, o bien aguantar la "tragedia" de la vida con desesperanza y amargura. Esta tensión entre el vivir y el sinvivir existe desde que el ser humano es ser humano, y se ha acrecentado con los existencialismos contemporáneos que expresan una gama de respuestas razonadas, desde las más esperanzadas hasta las más trágicas. 

Sin duda, navegar la vida sin el Creador del viento es vivir el sinsentido, el miedo, la desesperanza y la pretendida pero inútil autosuficiencia. Por el contrario, dejar que Dios suba a nuestra barca y calme las olas nos supone el deseo confiado de dejarnos encontrar, sin poner resistencia. ¡Y vaya si nos cuesta soltar! Porque en el fondo desconocemos a ese Jesús que camina sobre las aguas, nos sigue escandalizando su amor loco y desmedido, su pasión por la humanidad. 

El episodio de hoy, que encontramos en Mateo (Mt 14, 22-33), viene como continuación de la multiplicación de los panes. Constantemente, Jesús necesita encontrarse con el Padre (y el Espíritu), necesita ratos largos de soledad y silencio, por eso sube al monte. El monte es símbolo de divinidad, ¡siempre lo fue! Allí respira aire puro, y desde esa altura todo se mira desde otra perspectiva. De alguna manera, Jesús sube al monte para descansar, huyendo de la impertinencia de la gente que lo seguía y perseguía, bien para escucharle y aprender de Él, bien para difamar y acusarle de impostor, o bien para pedir. 

El monte contrasta con el mar, lo más profundo, lo hondo, lo misterioso, la realidad del asombro, entre la fascinación y el peligro. ¡Allí baja para encontrarse ahora con los suyos!

Y en el mar, Jesús actúa; en él mira a la gente de frente; desde él apremia, obliga a sus amigos a embarcarse y remar. Pero, como es costumbre, en la pandilla no entienden al Maestro. ¡Comienza el temporal, el mal tiempo, lo indeseable! Y es de noche; de noche en el mar, de noche en sus vidas. Cuando, de repente, una sombra a lo lejos les aparece de improviso, andando sobre el mar, cual ánima en pena. 

¡Susto! Así cualquiera entra en pánico, ¿no? Si hacemos analogía de la situación, es fácil comprendernos cobardes, también en otros campos de nuestra vida, cuando no dominamos nosotros las situaciones, porque queremos controlarlo todo, con presunción y soberbia. ¡Así somos, y ésta es la raíz del pecado! 

Jesús, como siempre, se manifiesta desde otra lógica: ¡caminar sobre el mar! Como jugando con las aguas, en plan saltimbanqui. ¡Qué tío! Pero su Palabra calma las aguas, el corazón oscurecido de los discípulos: "¡No temáis, soy yo!". ¡Ufff! Les volvió el alma al cuerpo. ¡Y, cuántas veces al día nos lo sigue diciendo! ¡Y seguimos sin enterarnos, ahogándonos en un vaso de agua! 

Reconocerlo es el gran mérito de Pedro, el más terco, el temerario, tenaz, corajudo. Se lanza al mar con su pasión de siempre, dispuesto a todo hasta que... siente el vacío bajo sus pies. ¿Has tenido alguna vez esa sensación? Yo, cada vez que viajo en avión es esa la sensación y el susto, como cuando te arrancan el suelo. ¡O confiamos, o nos hundimos! 

Pedro, al punto, sintió en las olas su propia debilidad y pobreza. No podía controlar la situación. A todos nos tocará -aunque lo neguemos- vivir en algún momento no sólo la tempestad, sino nuestra incapacidad de hacerle frente, aunque por orgullo sigamos pensando que no necesitamos de nadie ni de Dios. Nos gusta la tierra firme, porque allí nos sentimos los reyes del mambo. Pero nuestra vida es una barca expuesta y sin puerto seguro. Porque es la vida lugar para el encuentro con el Puerto más seguro en el que sólo podemos admitir-soltar-confiarnos: el encuentro con el Dios de la paz.

Te saludo como siempre, caminando (o navegando) juntos mientras cantamos. 

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